Ni plata ni el mandado, solo una cortada
Recuerdo las palabras de mi madre. Vaya compre la carne y el colicero en la tienda del paisano no se demore, corrí tan rápido que no vi la barrilla que atravesaba la acera de lado a lado, el señor que hacia las estufas de gasolina me levanto del piso y me dijo habrá los ojos y dígale a su mama que le coloque una curita,
Algo que llama mi atención en Memorias y caminos es que el autor relata el origen de sus marcas, particularmente aquella cicatriz estampada en la frente. Justo a la hora de las radionovelas, el autor se encuentra con su hermano Óscar –quien parece bastante inquieto- , la madre que cuidaba los niños decide amarrar sus manos tras el espaldar de la silla y sellar su boca con cinta. Jaimito, muy juicioso, sigue sentado en la silla hasta que su imaginación le juega una mala pasada: es un bombero, un aviador, luego un clavadista que estalla su frente contra el piso.
En mi caso, también como una mala jugada de mi imaginación, en la puerta del tercer piso me monté en una tina y me lancé escaleras abajo, al pensar que era la capitana de un barco.Como consecuencia, un golpe fuertísimo en la frente que trajo los gritos desesperados de mi mamá y un río de sangre con el que yo, estallé en llanto.
Ese día era especial, no tenia más de diez años, y por fin había conseguido una pintura de color negro para estampar el número 23 de Michael Jordan a mis espaldas. Este día es especial, me decía repetidamente para seguirme convenciendo y hacer el mejor juego de mi vida. Hace pocos días había llegado a una escuela rural y estaban en épocas de fiestas, en la escuela logre destacar en un torneo de basketball que se organizó por las festividades y por mi acento raro. Llegaba el momento que espere, el día de la final del torneo y la opción de ganar fama como mejor jugador, y por ese mismo camino respeto, de todos aquellos grandulones que buscaban hacerme la vida imposible. Estampe el 23 en la camiseta del colegio a escondidas de mi madre, así que cuando salte a la cancha fe una sorpresa para todos, incluso para mis nuevos amigos que atónitos veían como había cumplido lo que hacia un día les había prometido. Empezó el encuentro y como se esperaba anote varias veces, asistí, dirigí y también herré un par de jugadas, hasta que llego lo repentino,
Un pase que me dejaba solo de cara a la canasta, se me iba un poco largo, al punto de que el balón ya estaba fuera de la cancha, pero sin caer al suelo, por ese motivo me abalance para agarrarlo antes de que cayera y así pasarla al compañero libre (si hacía bien el movimiento sería valido), así que salte de cara hacia el pasto que rodeaba el pavimento de la cancha. ¡Lo había logrado! un pase perfecto para que mi compañero anotara, ni en mis sueños podía haber hecho una jugada así, pero cuando me quise poner de pie mi pierna desfalleció. Cuando revise mi pantalón, en una pantorrilla había una cortina de sangre, en mi espinilla, una botella de licor rota por la mitad de la verbena del día anterior, incrustada más allá de la tela del pantalón. Dieciséis puntos en forma de espiral me recuerdan desde entonces que ese era un día especial.
Segundo objeto interactivo
“La literatura puede ser el lugar para perderse o para encontrarse”
Recuerdo asociado:
Luego de un accidente casero una niña de 7 años estuvo hospitalizada 8 días o tal vez un poco más, sometida a un tratamiento doloroso luego de una quemadura de segundo tercer grado en sus piernas, con grandes cicatrices, allí encontró en la visita de una vecina un regalo para aliviar su dolor, “ la revista de caricaturas Condorito” nunca antes había leído tanto en su vida, esa revista era casi un libro, esas imágenes y viñetas cumplieron su propósito en esta habitación de una clínica “ un lugar para perderse o encontrarse”. La historia se repite, el libro un capitán de 15 años de Julio Verne, fue la primera obra con sentido literario qué logró encantar y apasionar a esta misma niña en el hábito de la lectura, Captar su atención aislarla del mundo real para sumergirse en las aventuras qué son capaces de crear las letras.
«Un día, cuando la leche todavía la vendían en botellas, su mamá me acompañó a comprarla…» dijo mi abuelita «… yo no sé ella por qué se puso a jugar, pero se resbaló y se pegó con el borde de la escalera de donde estábamos. Se pegó al lado del ojo, yo no sé cómo es que esa niña no perdió el ojito. Me la llevé para el hospital y le cogieron puntos».
Ahí fue cuando entendí por qué mi mamá siempre me hablaba de una de sus muñecas cuando le preguntaba sobre su cicatriz. Pues para no sentirse sola, le dibujó los mismos puntos que ella tenía en la cara a la única muñeca que tenía. Así, la muñeca y ella tendrían la cara igual. Mi mamá todavía tiene la cicatriz que le recuerda su caída y su muñeca, pero a ella ya no la tiene.
De las caídas y los golpes nos quedan cicatrices y nos quedan historias.
A veces se me olvida que esa cicatriz que recorre mi dedo indice derecho y termina bajo mi pulgar esta ahí. Normalmente la recuerdo cuando alguien me pregunta que me paso y entonces, solo entonces, sé que esa persona realmente le intereso, pues ha detallado algo que suele pasar desapercibido.
-Ah, de bebé me queme con una plancha- suelo responder sin mucha atención.
Luego me rio internamente porque puedo imaginar la cara de mi madre poniéndose roja y mirándome con culpa. La quiero tanto cada que pienso en eso, no fue su culpa dejar la plancha caliente en el suelo (de hecho, escondida en el baño para que no ocurrieran accidentes, pero todavía no conocía la audacia de su hija) y que justo yo empezara a gatear para poner mi curiosa mano en ella. Ella no me quemo, fue mi inocencia. Incluso me cuido y se echo la culpa por aquel suceso.
Cada que hablamos del tema, mi padre aún la molesta diciéndole que me quemo y ella se ríe y me pide disculpas una y otra vez. Yo amo esa cicatriz, es parte de mi y del amor compartido con mi madre. Un accidente y nada más.
A veces me pregunto si la cicatriz la llevo yo en mi mano o mi madre en su corazón.
Cuando tenía seis años y estaba jugando sola en el colegio. Mirando mis pies mientras caminaba por una «cuerda floja» compuesta por una cinta de enmascarar protegiendo los cables en el piso. El grito de «¡Cuidado!» y los 15 puntos que me pusieron en la frente después.
Suelo preguntarme si mis heridas internas han cicatrizado de la misma manera que las físicas. Cuando miro mi cuerpo se abre un portal al pasado, entonces veo el momento en que se abrieron las heridas y como ahora son casi imperceptibles. O al menos no recuerdo que están ahí hasta que las observo con detenimiento en el espejo. A veces, también, olvido las cicatrices de adentro, olvido que existen y bloqueo el recuerdo de por qué se hicieron en primer lugar. Entonces, para descubrirlas siento como sangran de nuevo. Las cicatrices vuelven a abrirse como si las cortara por primera vez.
Ni plata ni el mandado, solo una cortada
Recuerdo las palabras de mi madre. Vaya compre la carne y el colicero en la tienda del paisano no se demore, corrí tan rápido que no vi la barrilla que atravesaba la acera de lado a lado, el señor que hacia las estufas de gasolina me levanto del piso y me dijo habrá los ojos y dígale a su mama que le coloque una curita,
Me gustaMe gusta
Algo que llama mi atención en Memorias y caminos es que el autor relata el origen de sus marcas, particularmente aquella cicatriz estampada en la frente. Justo a la hora de las radionovelas, el autor se encuentra con su hermano Óscar –quien parece bastante inquieto- , la madre que cuidaba los niños decide amarrar sus manos tras el espaldar de la silla y sellar su boca con cinta. Jaimito, muy juicioso, sigue sentado en la silla hasta que su imaginación le juega una mala pasada: es un bombero, un aviador, luego un clavadista que estalla su frente contra el piso.
En mi caso, también como una mala jugada de mi imaginación, en la puerta del tercer piso me monté en una tina y me lancé escaleras abajo, al pensar que era la capitana de un barco.Como consecuencia, un golpe fuertísimo en la frente que trajo los gritos desesperados de mi mamá y un río de sangre con el que yo, estallé en llanto.
Me gustaMe gusta
Ese día era especial, no tenia más de diez años, y por fin había conseguido una pintura de color negro para estampar el número 23 de Michael Jordan a mis espaldas. Este día es especial, me decía repetidamente para seguirme convenciendo y hacer el mejor juego de mi vida. Hace pocos días había llegado a una escuela rural y estaban en épocas de fiestas, en la escuela logre destacar en un torneo de basketball que se organizó por las festividades y por mi acento raro. Llegaba el momento que espere, el día de la final del torneo y la opción de ganar fama como mejor jugador, y por ese mismo camino respeto, de todos aquellos grandulones que buscaban hacerme la vida imposible. Estampe el 23 en la camiseta del colegio a escondidas de mi madre, así que cuando salte a la cancha fe una sorpresa para todos, incluso para mis nuevos amigos que atónitos veían como había cumplido lo que hacia un día les había prometido. Empezó el encuentro y como se esperaba anote varias veces, asistí, dirigí y también herré un par de jugadas, hasta que llego lo repentino,
Un pase que me dejaba solo de cara a la canasta, se me iba un poco largo, al punto de que el balón ya estaba fuera de la cancha, pero sin caer al suelo, por ese motivo me abalance para agarrarlo antes de que cayera y así pasarla al compañero libre (si hacía bien el movimiento sería valido), así que salte de cara hacia el pasto que rodeaba el pavimento de la cancha. ¡Lo había logrado! un pase perfecto para que mi compañero anotara, ni en mis sueños podía haber hecho una jugada así, pero cuando me quise poner de pie mi pierna desfalleció. Cuando revise mi pantalón, en una pantorrilla había una cortina de sangre, en mi espinilla, una botella de licor rota por la mitad de la verbena del día anterior, incrustada más allá de la tela del pantalón. Dieciséis puntos en forma de espiral me recuerdan desde entonces que ese era un día especial.
Me gustaMe gusta
Segundo objeto interactivo
“La literatura puede ser el lugar para perderse o para encontrarse”
Recuerdo asociado:
Luego de un accidente casero una niña de 7 años estuvo hospitalizada 8 días o tal vez un poco más, sometida a un tratamiento doloroso luego de una quemadura de segundo tercer grado en sus piernas, con grandes cicatrices, allí encontró en la visita de una vecina un regalo para aliviar su dolor, “ la revista de caricaturas Condorito” nunca antes había leído tanto en su vida, esa revista era casi un libro, esas imágenes y viñetas cumplieron su propósito en esta habitación de una clínica “ un lugar para perderse o encontrarse”. La historia se repite, el libro un capitán de 15 años de Julio Verne, fue la primera obra con sentido literario qué logró encantar y apasionar a esta misma niña en el hábito de la lectura, Captar su atención aislarla del mundo real para sumergirse en las aventuras qué son capaces de crear las letras.
Me gustaMe gusta
«Un día, cuando la leche todavía la vendían en botellas, su mamá me acompañó a comprarla…» dijo mi abuelita «… yo no sé ella por qué se puso a jugar, pero se resbaló y se pegó con el borde de la escalera de donde estábamos. Se pegó al lado del ojo, yo no sé cómo es que esa niña no perdió el ojito. Me la llevé para el hospital y le cogieron puntos».
Ahí fue cuando entendí por qué mi mamá siempre me hablaba de una de sus muñecas cuando le preguntaba sobre su cicatriz. Pues para no sentirse sola, le dibujó los mismos puntos que ella tenía en la cara a la única muñeca que tenía. Así, la muñeca y ella tendrían la cara igual. Mi mamá todavía tiene la cicatriz que le recuerda su caída y su muñeca, pero a ella ya no la tiene.
De las caídas y los golpes nos quedan cicatrices y nos quedan historias.
Me gustaMe gusta
A veces se me olvida que esa cicatriz que recorre mi dedo indice derecho y termina bajo mi pulgar esta ahí. Normalmente la recuerdo cuando alguien me pregunta que me paso y entonces, solo entonces, sé que esa persona realmente le intereso, pues ha detallado algo que suele pasar desapercibido.
-Ah, de bebé me queme con una plancha- suelo responder sin mucha atención.
Luego me rio internamente porque puedo imaginar la cara de mi madre poniéndose roja y mirándome con culpa. La quiero tanto cada que pienso en eso, no fue su culpa dejar la plancha caliente en el suelo (de hecho, escondida en el baño para que no ocurrieran accidentes, pero todavía no conocía la audacia de su hija) y que justo yo empezara a gatear para poner mi curiosa mano en ella. Ella no me quemo, fue mi inocencia. Incluso me cuido y se echo la culpa por aquel suceso.
Cada que hablamos del tema, mi padre aún la molesta diciéndole que me quemo y ella se ríe y me pide disculpas una y otra vez. Yo amo esa cicatriz, es parte de mi y del amor compartido con mi madre. Un accidente y nada más.
A veces me pregunto si la cicatriz la llevo yo en mi mano o mi madre en su corazón.
Me gustaMe gusta
Cuando tenía seis años y estaba jugando sola en el colegio. Mirando mis pies mientras caminaba por una «cuerda floja» compuesta por una cinta de enmascarar protegiendo los cables en el piso. El grito de «¡Cuidado!» y los 15 puntos que me pusieron en la frente después.
Me gustaMe gusta
Suelo preguntarme si mis heridas internas han cicatrizado de la misma manera que las físicas. Cuando miro mi cuerpo se abre un portal al pasado, entonces veo el momento en que se abrieron las heridas y como ahora son casi imperceptibles. O al menos no recuerdo que están ahí hasta que las observo con detenimiento en el espejo. A veces, también, olvido las cicatrices de adentro, olvido que existen y bloqueo el recuerdo de por qué se hicieron en primer lugar. Entonces, para descubrirlas siento como sangran de nuevo. Las cicatrices vuelven a abrirse como si las cortara por primera vez.
Me gustaMe gusta